Un día en el pasado
Me tocó vivir OTRO evento canónico. Soy afortunado. Estaba en casa y no en un vagón de tren, ni en un ascensor, ni tenía que desplazarme ni ir a atender ninguna urgencia.
Me tocó vivir OTRO evento canónico. Por suerte (y fortuna) en casa, acompañado y sin necesidad de moverme.
Se que no fue así para todxs. Me vienen a la mente los más obvios: quienes estaban en un vagón de tren o en un ascensor; quienes estaban lejos de casa sin medios de transporte para volver; quienes se quedaron atorados en el caos vial; quienes debían atender(se) una urgencia. Ojalá que para todas esas personas —tal vez tú— y para quienes ayer haya sido un suplicio, hoy haya sido mejor.
Ayer a las 12:33h, hubo un apagón general en España, Portugal y Andorra. Si tú no estabas en uno de estos países, tal vez no te enteraste. Hoy, que todo se ha ido re-estableciendo, he hablado con amigxs para quienes mi mensaje fue la primera vez que supieron de la noticia. No los culpo, después de todo, cada país ya tiene su serie de complejidades y escándalos diarios a los que se suma un mundo con guerras —arancelarias y militares—, genocidios —sí, en plural— y presidentes sacados de un catálogo de James Bond. Un «incordio» a casi sesenta millones de personas por no tener luz no se consideró una noticia tan relevante por los medios mundiales como para dedicarle más de unos segundos en pantalla o una mención en el área de tercera importancia en su web.
Pero sí pasó: toda la Península Ibérica se quedó sin electricidad por horas.
Estaba en la ducha cuando se fue la luz —había ido a correr, de ahí el estar a esas horas ahí metido—. A diferencia de la frustración que causa quedarse sin agua a mitad del baño —a ciegas, con shampoo en el pelo y jabón del cuerpo—, quedarse sin luz experiencia solo me dejó medio ciego pero sin frustraciones. Confirmé lo que ya sabía, que nuestro baño necesita más iluminación y que dependemos del foco sobre el espejo para poder ver algo incluso de día. Creí que el problema había sido causado por los trabajadores que, hasta hace segundos, escuchaba taladrar y cortar en el apartamento de abajo que está en obras. Salí de la penumbra acusando a los obreros con mi pareja que, a su vez, ya había recibido la misma idea de una vecina que bajó fúrica a hacer averiguaciones.
Poco a poco extendimos el radio de afectación: la vecina nos dijo que no habían sido los trabajadores. «Al parecer es nuestra calle», dijo. «Pero solo de nuestro lado», apuntó mi pareja. Me asomé al balcón: vi gente frente a las tiendas de enfrente llamando por teléfono; el interior a oscuras. Era toda la manzana. Mientras mi pareja llamaba para reportar la falla —y fallar en el intento—, yo envié mensajes de WhatsApp a una clienta para informarle —con cierta emoción— que no podría mostrarle los cambios en nuestra reunión programada en cuarenta minutos. El mensaje no se envió. La parte de arriba de la pantalla indicaba que sí había conexión móvil pero el mensaje no se enviaba. La idea catastrófica de estar sin internet empezó a calarme. Cada que hablábamos sobre mudarnos fuera de la ciudad, siempre bromeaba —pero no tanto— que solo me mudaría al campo si había conexión estable a internet. Ahora ahí estaba, rodeado de hormigón e infraestructura urbana, sin poder comunicarme; sin poder hacer búsquedas para aclarar dudas; para recordar el nombre de un actor o director de alguna película; para ver memes como evasión para la rutina diaria.
Tuve un momento de emoción cuando entró el mensaje de una amiga. Era un screenshot de la portada de un periódico: el fallo era en toda la península.
El mensaje a mi clienta se envió pero no fue recibido.
Intenté responder a mi amiga.
Nada.
Me aparecieron otras preocupaciones, otros derrumbes de certezas urbanas: ¿tengo dinero en efectivo? —me había negado a ir a un cajero desde hace años—, ¿tenemos comida suficiente? —sin manera de cobrar, muchas tiendas estarían cerradas—, ¿cómo aviso a mis padres que todo está bien? —en ese entonces pensaba que las noticias alarmistas recorrerían el mundo en segundos—.
Mi teléfono vibró. En la pantalla, una llamada por Whatsapp —la única que llegaría durante el día—. Respondí a pesar de mi disgusto por hablar por teléfono, pero dadas las circunstancias no era momento de seguir tan exigente. Me llevé el aparato al oído con la sensación de que el mundo se volvía más retro con cada minuto. Un vecino, amigo de la universidad, proponía, con la voz cortada por ruidos en la línea, encontrarnos para comer: «Hay qu- apr-ve--ar ant-s -- que s- cali-nt-n l-s cervez-s».
Quedamos de vernos en un lugar y hora muy específicos. Quedamos en no movernos de lugar hasta encontrarnos. Como antaño.
Antes de salir, envié mensajes como si enviara cartas trasatlánticas; sin saber cuándo llegarían a su destino —si es que llegaban en algún momento—: «Se fue la luz en toda la ciudad. Tampoco hay teléfono ni internet. En algún punto te llegará esto. Estamos bien».
Caminamos un buen rato. Encontramos un bar a oscuras pero dispuesto a vendernos comida —fría, la cocina era toda eléctrica—. Comimos bocadillos, igual que cuando éramos estudihambres. Pagué con el billete que encontré en un cajón —uno que en algún momento, no recuerdo cuándo, habría guardado para alguna emergencia— y conté las monedas del cambio antes de ponerlas en mi bolsillo.
Luego tomamos cerveza en una terraza cercana. Nos dedicamos a esperar bajo el sol. Dejamos pasar el tiempo hasta regresar al presente; rodeados de gente que, como nosotros, se reía y hablaba entre amigos.
Me sentí muy afortunado.
N. del A.: Al volver a casa, a media tarde, ya teníamos electricidad —otra fortuna— y mi teléfono comenzaba a dar señales de conexión.
Recibí los mensajes y respuestas escritas a lo largo del día. Alguien me envió una imagen que decía:
Radio a pilas, dinero efectivo y hablar con los vecinos, gran jornada noventera.
Más Desvaríos
Golpe de relámpago
Sentados frente a la ventana, mirábamos a los adolescentes en la acera de enfrente. Sus cuerpos nos dejaban intuir de qué se trataba la escena.
Conversaciones con La Ansiedad (I)
Parte de 148p: historias de ficción (o auto-ficción) contadas en ciento cuarenta y ocho palabras exactas.
Jaja yo temblén pensé que eran los trabajadores del piso de abajo que están reformando. Luego los trabajadores de la esquina. Pero de vecinos en vecinos pasé horas pensando que era mi calle.
Hasta que volvió la luz y WhatsApp, supe qué había pasado. Mientras, no pude salir por cervezas, fui mamá y me dediqué a jugar. Que tampoco me quejo. Ser mamá sin pensar en nada más que eso, fue un lujo.
Otro día histórico para anotar en la agenda. A nosotros también nos pilló en casa y todo bien, o no, porque teníamos radio a pilas y estar sobreinformada me generó ansiedad (encima coja y en un sexto, la calle la vi desde el balcón)